Una ola de frio y de tristeza soplaba por el pueblo.
-No nos merecíamos a Antón, el dragón –lloraba el boticario.
El dragón se había ido por no molestar.
Caminando lentamente, ni despacio ni impaciente, el dragón se dirigía hacia
donde hubiera gente.
Carretera adelante iba lloriqueando –que también los dragones lloran y mucho
más que los cocodrilos- cuando, de pronto, giró sobre sus pasos y enfiló morro
al pueblo.
Por donde pasaba llorando, la nieve se iba derritiendo; eran lágrimas ardientes, goterones como piscinas.
Y así llegó al ayuntamiento.
El señor alcalde asomó los bigotes por el ventano.
- ¡Déjame quedar en el pueblo, señor alcalde! ¡Déjame ir a la escuela! Yo
aprendo a leer en dos días y usted me da colocación y me quedo en el pueblo
de bombero y de calefactor; si hay fuego, lo apago; si hay frio, caliento. Los
niños me quieren.
-Quédese, don Antón.
-dijo el alcalde al dragón.
(Y creo que a la alcaldesa le dio un soponcio y se quedó tiesa).
- ¡Quédese, don Antón!
-volvió a decirle el alcalde al dragón.
Y se quedó.